El brazo izquierdo

Era un brazo izquierdo como casi todo brazo izquierdo: en lo fundamental, siempre subordinado al derecho. Lo suyo, apoyo y asistencia. Si la mano del brazo derecho introducía la llave en la cerradura y abría la puerta, él empujaba con fuerza; o sostenía la caja de fósforos cuando se encendía una vela. Salvo exigencias mayores, como levantar una caja pesada, un rol secundario.

¿Envidia del derecho? Sí, sobre todo cuando éste estrechaba manos una y otra vez, todos los días, escenas que solía observar en posición de descanso apuntando hacia el suelo, ajeno a esta fiesta de apretones. También cuando el derecho acariciaba la cabeza de un niño al pasar; porque no podía imaginárselo, se preguntaba cómo sería ese roce de dedos sobre el pelo.

Ese día -que de cualquiera pasó a ser uno muy especial- el brazo izquierdo despertó con una sensación desconocida, un impulso de voluntad tan lejano como irreprimible. Y fue así como, sin preámbulos, comenzó a realizar acciones extraordinarias. De todas las iniciales, untar con un cuchillo mantequilla sobre una tostada fue algo que le gustó mucho, y más la sensación de raspar el pan con el acero; también anudar la corbata y ajustársela al cuello con la presión apropiada. ¡Todo tan nuevo para él!

Y así, poco a poco, el brazo izquierdo fue perdiendo la esencia de brazo izquierdo, de pereza casi total, transformándose en otro, muy distinto; uno lleno de actividad; un otro que le gustaba tanto. Cómo no, si podía acariciar, estrechar manos, girar manillas, saludar a lo lejos, escribir -¡Escribir con un lápiz!- y muchas otras cosas para las cuales no nació, pero que ahora eran parte de su vida. Felicidad; sí, felicidad.

Un día -que de cualquiera también pasó a ser uno muy especial- el brazo izquierdo miró de reojo al ahora secundario brazo derecho, que permanecía quieto apuntando hacia el suelo, distraído en nada. Con disimulo, el brazo izquierdo abrió la puerta de un cajón en el mueble, cuidando de aislar sólo para sí la sensación al tomar la sierra. La empuñó con fuerza.

En un movimiento rápido y feroz, directo a la axila del brazo derecho, comenzó a cercenar con fuerza, con toda la habilidad del mejor brazo izquierdo para desgarrar músculos y romper huesos. Aun así, arduo trabajo implicó cortar el pectoral mayor hasta desprender por completo ese brazo derecho inservible.

Con el enemigo en el piso, el brazo izquierdo miró hacia ese lugar ahora vacío, el mismo que le hubiese correspondido por nacimiento, y de inmediato, con la mayor ira acumulada, apretó la sierra con más vigor.

Desgarrarse a sí mismo fue mucho más difícil, pero no tanto por el corte a realizar, como sí por su difícil posición como brazo para realizar la tarea; doblando el codo, esta vez partió por la escápula.

Tras mutilar el manguito rotador, el brazo izquierdo cayó sobre la baldosa, tan inerte e inútil como el brazo derecho. Y ahí quedó, como siempre, a su izquierda.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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