El libro

Nota del autor: Decía Jorge Luis Borges: un libro es más que una estructura verbal o una serie de estructuras verbales; es un diálogo que el autor establece con el lector, y la entonación que impone su voz y las cambiantes y durables imágenes que deja en su memoria, y que ese diálogo es infinito. Entonces -agrego yo- un libro es mucho más que un libro; más que una cubierta, páginas y tinta. Un libro es un salto al vacío del escritor hacia el lector, y vice versa.

Al alejarme, lo hice con el desconcierto eterno de las partidas, en esa agridulce certidumbre de lo por venir. Empaqué lo único mío: dos pantalones, una camisa para las grandes ocasiones inexistentes y algo de ropa interior; el resto lo llevaba encima. También, antes de acomodarme la mochila en la espalda, lo guardé.

El libro siempre va conmigo. Desde los 15 años, cuando acabé su primera lectura una noche de verano luego de devorarlo tarde a tarde boca arriba en la cama de juventud. Llegó a mí sin recomendación ni reseña. Lo encontré destiñéndose al sol en un paño sobre el pavimento en una feria junto a muchos otros. Mi vista se fijó en él por su apariencia señorial en medio de esas típicas publicaciones de colegio. De tapa amarillenta y algunas hojas intonsas, ni autor ni título me eran familiares (como muchos otros a esa edad en que me iniciaba en la lectura constante). Al hojearlo, me atrapó desde la primera línea. Y así, negociado por unos pocos pesos, partió conmigo.

El libro tiene 367 páginas y ocho capítulos (el último, el más largo, abarca casi un centenar). Carece de todo exceso. Sólo el título en una línea en la portada y al pie el nombre del autor. No hay fotos ni ilustraciones. Su tapa, blanda (ya evidencia algo de deterioro debido a los años). No es de bolsillo, pero tampoco grande; mide lo justo para estar e ir a todos lados sin presumir presencia. Con letra pequeña e interlineado estrecho, casi no otorga pausa de página a página, salvo por el respiro que da el comienzo de cada nuevo capítulo. Conclusión de lo expuesto: no tiene gracia aparente.

El libro estuvo varios días en una ruma de varios otros, en la mesita lateral. Una noche lo tomé sin intención de comenzar a leerlo; pero al rato se volvió un tragar imparable de párrafos y páginas, hasta que el sueño pudo más y la línea de turno se desvaneció en mi conciencia. Desperté con la confusión de lo soñado y lo leído. Lo vi en el piso, donde había ido a parar en medio de la noche. Un destello de imágenes en desordenada secuencia vino a mi mente. Volví a tomarlo y, sin abrirlo, lo puse de nuevo en su lugar. 

El libro -tras ese primer encuentro- ya se había revelado como una historia en sí mismo, transformándose en protagonista de gran parte de mis horas de ocio, que en ese entonces eran muchas, sobre todo en las tardes luego del colegio; pero, la verdad, no sólo esas, si no en cualquier espacio de tiempo disponible. Sin importar el lugar, daba continuidad entre momentos, conectando en forma invisible los hilos de mi día a día.

El libro -lo fui descubriendo- tenía su genio. En general de buen carácter, ciertos días amanecía insoportable (con los años este comportamiento se fue suavizando). En esas ocasiones era mejor dejarlo tranquilo, porque algo había ocurrido; quién sabe qué que alteró su ánimo. Por lo tanto, leerlo, ni en broma. Unas horas más tarde, luego de permanecer solo sin que alguien lo mirara (decir “alguien” es mucho, porque al final de cuentas de su existencia en casa sabía sólo yo y nadie más) su semblante era otro, más amable y conversador, actitud, esta última, que acrecentó con el tiempo. 

El libro no se guarda nada. Habla directo, sin esos aspavientos tan comunes entre sus pares. Sólo a veces hay que darle una vuelta a lo que dice para entender claramente lo que quiso decir. Pero es lo menos; generalmente nuestro diálogo fluye fácil, sin interrupciones. Creo que pocas veces me ha visto volver atrás en una de sus páginas para repasar entre líneas. Eso ocurrió en las primeras lecturas, pero ya lo conozco al revés y al derecho, como se dice: lo he leído íntegro al menos nueve veces en todos estos años y en incontables ocasiones repasado pasajes marcados en sus capítulos.

El libro, así como yo lo conozco, me conoce. Si acudo a él sabe que es por algo. Entiende perfectamente que no por nada busco refugio en sus palabras y, según me detengo en algunas de ellas, o en ciertas frases, es capaz de adivinar mi estado de ánimo, reconfortándome; también es capaz de animar alguna decisión. Aunque, si algo sabe, es cuando sólo necesito compañía. Por eso siempre está dispuesto a estar a mi lado, incluso en largos instantes de silencio en los cuales la lectura se suspende en el infinito de las elucubraciones.

El libro, a estas alturas, ya no busca goteras donde no llueve. Al contrario, intuye de una manera admirable, felina diría. Ni pensar engañarlo. Ante cualquier intento de saltar unos párrafos, de inmediato interrumpe el diálogo, cortando cualquier posibilidad de entendimiento. El, mejor que nadie, “se las sabe por libro”.

El libro se está poniendo viejo. Me lo confesó hace unos días. Lo hizo de manera disimulada, al pasar una página que no se desprendió del todo, pero arrastró con ella a otras hojas del pliego. Ahora que veo las huellas de desgaste en su lomo -las mismas que seguramente él ve en mis ojos- advierto que hemos envejecido juntos.

Como yo, él sabe que pronto no nos veremos más.

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