De su propia medicina

El beso inmediato, de esos que ponen a prueba la capacidad de suspender la respiración hasta no dar más, reduce a nada la milimétrica distancia entre él y Noemí. Con acrobática habilidad, pues no despegan los labios, se quitan las ropas. Comienza a descender por su cuerpo mientras en ella se estremece cada poro con el gozo inicial. Al fin sus pechos, con esos pezones vigorosos; y sus labios, formidables en ella, como una boca a punto de estallar. Ahora ya no sólo la imagina desnuda, sino que es certeza el toque de su piel; también el vello de su pubis en frondoso desorden.

De rodillas ve su espalda alejarse hacia la cama y acostarse de medio lado sobre el cubrecama de raso, mirándolo. Impetuoso se pone de pie, al tiempo que alista la embestida. Pero la pregunta, a propósito de nada, detiene en seco su avance –y el del miembro excitado al máximo- : “¿Qué esperas de mí?”. Imposible disimular el ceño fruncido. Gonzalo odia las honduras sentimentales. Menos en un momento como ése. Prefiere la estrategia pura, como aquella fraguada a diario mientras observa a través del ventanal de su oficina, no en busca de inspiración, sino cautivado por los atributos de las mujeres de la empresa que suelen fumar sentadas en torno a la pileta del jardín interior.

Noemí es una de las estudiantes en práctica que llegaron este verano a la empresa. Sólo con verla, Gonzalo empezó a preparar toda su artillería de seducción hacia esta pelirroja contratada a plazo para poner a prueba durante 500 horas sus conocimientos en el departamento de contabilidad. No era bonita, pero algo en ella lo embrujó. Tal vez su nombre, Noemí, como la bailarina del nigth club que conoció una noche y que seguro no se llamaba de esa manera; o incluso su pequeño trasero redondeado; apenas se fijó en él, deseó apresarlo. Tenerlo entre sus manos le tomó cuatro semanas.

Durante ese tiempo, Gonzalo desarrolló su plan de manual. Primero cruzaba miradas con Noemí, las que ella respondía, nerviosa, con sonrisitas. Lo hacía sin atosigar para no delatar intenciones. Un buen seductor, asegura él, hace su trabajo en silencio, midiendo cada paso de modo de no estropear en el camino el objetivo. La conquista de la presa debe ser cadenciosa, envolviendo a la mujer en un discurso tierno, pero, al igual que un torero, la estocada final tiene que ser precisa, a la primera. «Por qué mejor no nos vamos a un motel». Noemí cayó sin apelación.

– “¿Por qué me preguntas que quiero de ti?”. Pese a estar latiendo a mil, Gonzalo logra hablar disimulando la ansiedad.

– “No sé. Sólo se me ocurrió».

Tal vez era cierto. A lo mejor Noemí pensó veloz, sin meditación mediante, y así como dijo eso pudo haber preguntado cualquier cosa. Pero había otras posibilidades: una pose pseudo intelectual para impresionarlo; también podía ser una frase calculada para analizar su reacción a lo imprevisto, posibilidad que implicaba en ella un maquiavelismo poco probable; o quizás la pregunta sólo derivaba del momento de sensibilidad femenina extrema por el acto sexual inminente, una especie de «orgasmo» mental previo, que por respuesta merecía sólo un movimiento de cabeza condescendiente.

– «¿Crees que este es un momento apropiado para hablar de eso?». Estaba seguro que ella preferiría cambiar de tema, para dejarse conducir al instante por el rito amatorio de la carne. Pero.

– “No me respondiste: ¿Qué esperas de mí?”.

La impaciencia comenzó a revolverle el vientre. Cómo decirle que sólo quería de ella su cuerpo; imposible reconocer semejante verdad tan abiertamente. Hacerlo significaría, con toda seguridad, poner una lápida sobre las sábanas que aguardaban sus arrebatos de pasión. De pie, desnudo a un paso de Noemí, armado de su mejor tono y cara más convincente, actitud que manejaba tan bien, le mintió:

– “La verdad es que desde que te vi comencé a sentir algo especial. No sé si es amor. Probablemente. Lo único que sé es que nunca había pensado en alguien con tanta intensidad como lo he hecho contigo. Ojalá lo nuestro no quede sólo en esto”.

– “Entonces, mejor nos vamos”. La frase de Noemí, una cuchillada verbal que disminuyó a cero la presión sanguínea en su sexo, fue seguida por un ágil brinco desde la cama, un picoteo de sus ropa desde el piso como ave de rapiña y, camino al baño, por un lamento que no pudo retrucar porque él sentía lo mismo: “Lástima, yo sólo deseaba sexo”.

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