Perdido en Williams

Dos de la tarde en Puerto Williams. Un par de horas de luz de mayo permiten realizar todavía una actividad al aire libre. Pero en lugar de recorrer el pueblo, opto por el cerro Bandera; ascender hasta un claro desde donde podré fotografiar el canal Beagle. «Es poco más de una hora de subida y menos de bajada», me explica Iván, quien junto a Valeria fueron mis anfitriones en la Hosteria Lakutaia.

En la mochila cargo mi cámara fotográfica y dos botellas de agua mineral. Iván me lleva en camioneta hasta el inicio del sendero de trekking y me dice que a las cinco estará esperándome en el mismo lugar. A las dos y media inicio la caminata. A los pocos minutos compruebo en jadeantes respiraciones que el asunto no es tan fácil como parecía. Descanso muy seguido intentando recuperar fuerzas. ¡Necesito volver al gimnasio!, me convenzo. En el silencio del bosque, escucho cómo mi corazón bombea. Pese al agotamiento, un minuto fascinante.

A las cuatro alcanzo la meta. La vista de Puerto Williams y el Beagle es espectacular. Fotos y más fotos. Con la cámara y con el IPhone. Me quedo un instante sentando, con cero viento, contemplando el paisaje. A las cuatro veinte recuerdo la advertencia de Iván: «Tienes que estar abajo a las cinco, porque a esa hora comienza a oscurecer». Justo a tiempo. Incluso calculo que si bajo derecho evitaré la curva del sendero y me toparé con él mucho más rápido. Las polainas -que me prestó Iván-  impiden que el barro humedezca mis pies, que se hunden a cada paso en pequeñas huellas de agua. Sigo el instinto que me dice que si continúo bajando hallaré el sendero. Pero mal. El bosque se «cierra»; la luz del día nublado apenas se cuela. Decido subir de nuevo. Trepo y resbalo. Buscando rumbo, caigo de espaldas un par de veces tras asir una ramas podridas que se quiebran a la mínima presión.

Sólo sé que tengo llegar abajo. Me siento perdido. ¡Lo estoy! Deben ser cerca de las cinco, pero no lo puedo saber con certeza porque al celular se le agotó la batería. A esta altura comienzo a imaginar. Nada bueno, por cierto. Vuelvo a subir. Veo los techos de Williams. Estoy cerca… pero tan lejos. Razono. Si estoy aquí, no debo ir para allá. Concentro la mirada. Y ahí, a unos cien metros, diviso una madera brillante. Avanzo para distinguir mejor. Es la baranda de un pequeño puente. En menos de un milisengundo, el alma me vuelve al cuerpo. Sin embargo, al llegar al sendero, una duda: ¿Lo sigo hacia a la izquierda o hacia la derecha? Porque la senda resultó ser otra, no la misma de subida. Voy a la derecha, pero a los cien metros compruebo que sube. Hay que devolverse.

Disfruté como niño esa bajada. Feliz de que todo quedara sólo en un gran susto; en una anécdota para contar, en un enseñanza de cómo no se deben hacer ciertas cosas; qué para algo se inventó el GPS (como el que me mostró mi amigo Sergio Nuño cuando le conté esta historia). A las cinco y cuarto llegué al punto de partida. Me esperaban Iván y Valeria. Era casi de noche.

(Crónica publicada originalmente en Facebook en junio de 2012)

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