Regreso a Chiloé

Allí, quieta, sin vida, encajonado su cuerpo, la Rosa ya no era la misma. No estaban el delantal, el mate, sus cuentos, ni su perfecta mezcla de rudeza y ternura. Pero sí cuatro cirios que amparaban su ataúd, junto a un infinito y persistente rezo gutural invocando a la Virgen María.

Quiso revivirla. Ser nuevamente su niñito. Arrinconarla con el beso más grande del mundo que nunca le dio.

Pero no, esa no era su Rosa. La suya había vuelto a Chiloé, y ahora, allá muy lejos, era parte de las historias que ella misma le contaba.

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